sábado, 28 de septiembre de 2013

LA SOSTENIBILIDAD DE LAS PENSIONES, PROBLEMA POLÍTICO, NO ECONÓMICO.



Pensamos que la manera de plantear un problema condiciona su solución. La sostenibilidad del sistema público de pensiones se ha planteado siempre, en unos casos por ignorancia y en otros por intereses espurios, de la peor forma posible. Se ha tratado  como un problema técnico cuando es un problema político. Se ha querido enmarcar como una cuestión de insuficiencia de medios, cuando en realidad el quid de la cuestión es la distribución de la renta. Se pretende que creamos que la sostenibilidad del sistema público de pensiones depende de “cuántos son los que producen”, cuando la variable importante es “cuánto se produce”.
Conscientes de que se trata de un problema político y no económico, consideramos que nuestro papel debe centrarse únicamente en desenmascarar los intentos de justificar mediante planteamientos aparentemente técnicos las posturas ideológicas previamente tomadas.
         Hace ya muchos años que todos los servicios de estudios de las entidades financieras y similares, apoyados y jaleados por los organismos internacionales, comenzaron a emitir informes acerca de la inviabilidad del sistema público de pensiones. La postura oscilaba desde los más radicales, demandando su sustitución por planes privados, hasta los medianamente posibilistas, que tan solo pretendían su reforma, de manera que los gastos sociales no se incrementaran e incluso se redujeran. Por citar tan solo un ejemplo, allá por 1993 la Fundación BBV contrató a treinta y cuatro sabios, expertos, técnicos para que estudiasen el tema de las pensiones. En realidad, querían que se pronunciasen sobre la viabilidad, más bien inviabilidad, del sistema público. Trabajaron durante veinte meses para llegar a la conclusión de la imposibilidad de mantener el sistema público si no se reformaba. Una vez más se empleó la expresión quiebra de la Seguridad Social. El resultado de sus cálculos, que fueron facilitados a la prensa, consistía en el pronóstico de que para el año 2000 el desajuste entre ingresos y gastos de la Seguridad Social habría aumentado en una cantidad equivalente al 2% del PIB. ¿Cataclismo?, ¿quiebra? “Será incompatible con Maastricht”. Lo cierto es que el año 2000 llegó y no se produjo prácticamente nada de lo que pronosticaron. De hecho, se registró un superávit del 0,4%.
La argumentación de todos estos informes era similar: el incremento de la esperanza de vida y la baja tasa de natalidad dibujaban una pirámide de población que haría inviable en el futuro el sistema público de pensiones. Vaticinaban que en un determinado número de años se produciría la quiebra de la Seguridad Social. El tiempo ha ido transcurriendo y hemos llegado a las fechas fijadas sin que se cumpliese ninguno de sus pronósticos, lo que parece natural ya que no tuvieron en cuenta determinados factores tales como la incorporación de más mujeres al mercado laboral o el incremento en el número de inmigrantes. El estrecho encuadre de las proyecciones demográficas y el hecho de considerar solo la población total no pueden constreñir el complejo problema de la viabilidad de las pensiones. A cualquiera se le ocurre que al menos otra variable, la tasa de actividad, tendrá algo que ver en la solución.

LA TASA DE ACTIVIDAD, UNA VARIABLE RELEVANTE
         La incorporación de mayor número de mujeres al mundo laboral ha tenido como consecuencia el incremento sustancial de la tasa de actividad. Sin modificar la población total, el número de los trabajadores potenciales ha aumentado de forma considerable. España goza de un amplio margen para avanzar en esta variable, dado que la tasa de actividad femenina es aún baja, en cualquier caso menor que la de otros países. A su vez, las llegadas de trabajadores inmigrantes también incrementan la tasa de actividad, pues aunque se eleva la población total, todo el aumento producido es de activos. Es una ironía contemplar a la “Europa fortaleza” preocupándose por la reducida tasa de natalidad y el envejecimiento de la población. Si el problema radicara solo en estas variables, la solución sería bastante sencilla: se trataría simplemente de abrir las fronteras a los trabajadores inmigrantes.
          Llegados a este punto, está claro que sería un grave error considerar la población activa como núcleo del problema. El factor más importante no es el número de personas dispuestas a trabajar, sino las que realmente puedan hacerlo. Si aceptamos esta premisa, la medida de retrasar la edad de jubilación carece de todo sentido cuando existe un altísimo nivel de paro. En 2013, en España, con 6 millones largos de parados, elevar la edad de jubilación de los 65 a los 67 años no tiene demasiada lógica.

LA PRODUCTIVIDAD, FACTOR DECISIVO EN LA SOSTENIBILIDAD DEL SISTEMA PÚBLICO DE PENSIONES        
Pero ahondando más en la materia, al plantear la cuestión de las pensiones hay que superar también la visión estrictamente cuantitativa del número de trabajadores para considerar, además, la productividad. Como ya hemos dicho, el problema no estriba en cuántos son los que producen sino en cuánto es lo que se produce. Cien trabajadores pueden producir lo mismo que mil si su productividad es diez veces superior, de tal modo que los que cuestionan la viabilidad de las pensiones públicas cometen un gran error al basar sus argumentos únicamente en la relación del número de trabajadores por pensionistas pues, aun cuando esta proporción se reduzca en el futuro, lo producido por cada trabajador será mucho mayor. Quizá lo ocurrido con la agricultura pueda servir de ejemplo. Hace cincuenta años el 30% de la población activa española trabajaba en agricultura; hoy únicamente lo hace el 4,5%, pero ese 4,5% produce más que el 30% anterior. En resumen, un número menor de trabajadores podrá mantener a un número mayor de pensionistas.

CONSECUENCIAS DE UNA VISIÓN SESGADA DEL PACTO DE TOLEDO
Ha sido el Pacto de Toledo, o una visión sesgada del mismo, lo que ha introducido al sistema público de pensiones en un laberinto de difícil salida. A ello ha contribuido la consideración de las cotizaciones sociales   como fuente exclusiva de financiación de las pensiones, no encontrando entonces otra salida que no sea la disminución de las prestaciones.
Se llama Pacto de Toledo al documento aprobado por el pleno del Congreso de los Diputados, en la sesión del 6 de abril de 1995, titulado “Análisis de los problemas estructurales del sistema de Seguridad Social y de las principales reformas que deberán acometerse”. Su origen inmediato se debe buscar en la aprobación por el Congreso de una proposición no de ley, presentada por CiU, por la que se creaba una ponencia en el seno de la Comisión de Presupuestos para analizar los problemas estructurales de la Seguridad Social. Pero esta iniciativa parlamentaria no descendió del cielo, sino que surgió de un escenario formado por dos hechos que se complementan.
El primero es una ofensiva internacional en contra de las pensiones públicas y a favor de las privadas, que partía de ciertos organismos internacionales como el Banco Mundial o la Unión Europea. Estas maniobras tenían -y aún tienen- su eco en todos los países, potenciadas por las entidades financieras y por la mayoría de las fuerzas económicas y políticas.
El segundo hecho es nacional y reside en las acusaciones mutuas entre los dos partidos políticos mayoritarios de nuestro país, que se reprochaban poner en peligro el sistema público de pensiones. El PSOE, desde el gobierno, hacía propaganda del mérito de pagar a los pensionistas, y ante la amenaza de perder las elecciones generales -como así ocurriría en 1996- difundía la idea de que la llegada de la derecha al poder suponía un grave riesgo para esta prestación social. Al mismo tiempo, ante el déficit que en aquel momento mostraban las cuentas de la Seguridad Social, el Estado, en vez de enjugarlo con transferencias a fondo perdido, lo compensaba mediante préstamos. Esto, por una parte, lanzaba ya un mensaje negativo al presentar la Seguridad Social como una institución distinta del Estado y, por otra, desde el punto de vista financiero, la colocaba en una situación crítica de cara al futuro. Este hecho daba ocasión al PP para acusar al Gobierno de ponerla en peligro.
La presencia de ocho millones de pensionistas, convertidos en ocho millones de votantes, cuyo ámbito de preocupaciones, en esta etapa de su vida, se circunscribe en buena medida a cómo afrontar económicamente los últimos días de su existencia, es bastante aliciente para que los dos partidos mayoritarios utilicen el tema de las pensiones como arma electoral. Los jubilados son percibidos como presa fácil de la demagogia política.
Esta similitud de comportamientos entre los dos partidos mayoritarios resultaba preocupante porque sembraba la sospecha de que tanto uno como otro consideraban las pensiones públicas como algo graciable que podía reducirse. Cuando piensan que están perjudicando a la otra formación política, en realidad lo que hacen es descubrir su concepción espuria sobre el tema. El simple hecho de dar como posible la quiebra de la Seguridad Social es ya un atentado al Estado social que consagra la Constitución.

LA SEGURIDAD SOCIAL NO ES ALGO DISTINTO DEL ESTADO
La auténtica amenaza sobre las pensiones se cierne cuando se pretende presentar la Seguridad Social como algo distinto y separado de los servicios del al Estado. El divorcio solo es planteable desde una concepción neoliberal, pero no desde los principios constitutivos del Estado social. En su virtud, la protección social no es algo accidental al Estado sino una responsabilidad de éste, algo que sigue a su esencia. El Pacto de Toledo realizó una segregación entre Estado y Seguridad Social, estableciendo la separación de fuentes de financiación. Mientras determinadas prestaciones, como las no contributivas, pasan a ser responsabilidad del Estado y a financiarse con impuestos, otras, las contributivas, quedan confinadas en el ámbito de la Seguridad Social y financiadas con cotizaciones sociales. Bien es cierto que el Pacto de Toledo utilizaba la palabra “preferentemente” en lugar de “exclusivamente”, pero lo cierto es que, en la práctica, tal matización se olvida y se hace depender el mantenimiento de las pensiones únicamente de las cotizaciones sociales, con lo que su financiación se hace en extremo vulnerable.
Anteriormente no había sido así. De hecho, en los presupuestos del Estado aparecían transferencias de recursos del Estado a la Seguridad Social. La Ley de Presupuestos de 1989 estableció un cambio de modelo de financiación mediante el compromiso de financiar progresivamente con aportaciones públicas. Los complementos de mínimos de las pensiones y la sanidad Fue en 1994 cuando se introdujo un antecedente muy negativo al cubrir los desequilibrios entre cotizaciones y prestaciones con préstamos del Estado en vez de hacerlo mediante transferencias, prueba palpable de la distinción que se quería hacer entre el Estado y la Seguridad Social. El tema era tanto más grave cuanto que en 1995 se reduce un punto la cotización por contingencias comunes.
La separación de fuentes se ha entendido como algo estructural, no como un mero instrumento para la transparencia y una administración racional de los recursos del Estado. Este mecanismo se ha transformado en una característica esencial del sistema y, lejos de garantizar las futuras pensiones, ha dado ocasión a que algunos conciban la Seguridad Social como un sistema cerrado que debe autofinanciarse y aislado económicamente de la Hacienda Pública. Esta concepción es claramente abusiva y coloca a la Seguridad Social en una situación de mayor riesgo, dificultando además toda mejora en las prestaciones.

EL FONDO DE RESERVA
          Este diseño de sistema cerrado que se da a la Seguridad Social tiene su contrapartida en el establecimiento por el Pacto de Toledo del fondo de reserva. Se estipula que en las épocas en que la recaudación por cotizaciones sociales exceda del gasto en pensiones se constituya un fondo para subvenir a financiar el déficit cuando los términos se inviertan. No es este fondo al que vulgarmente se llama “hucha de las pensiones” lo que puede ofrecer seguridad a los futuros pensionistas, sino la garantía de que detrás del derecho a la prestación se encuentra el Estado con todo su poder económico. La prueba evidente es que de nada ha servido que durante todos los años de bonanza se haya ido incrementando y que los distintos gobiernos de uno o de otro signo se hayan vanagloriado de ello. Ha bastado que se produjesen los primeros déficits en el sistema para que surja con virulencia una propuesta de reforma y de reducción de las prestaciones.

LAS PENSIONES NO TIENEN POR QUÉ FINANCIARSE EXCLUSIVAMENTE MEDIANTE COTIZACIONES SOCIALES
En un Estado definido como social por la vigente Constitución, es inconcebible, y en todo caso inaceptable, que las pensiones se deban financiar exclusivamente mediante cotizaciones sociales. Son todos los recursos del Estado los que tienen que hacer frente a la totalidad de los gastos de ese Estado, también a las pensiones. La separación entre Seguridad Social y Estado es meramente administrativa y contable pero no económica y, mucho menos, política; es más, el hecho de que la sanidad y otros tipos de prestaciones que antes se imputaban a la Seguridad Social hoy se encuentren en los presupuestos del Estado o de las Comunidades Autónomas prueba que se trata de una separación convencional.
La Seguridad Social es parte integrante del Estado, su quiebra solo se concibe unida a la quiebra del Estado y el Estado no puede quebrar. Como máximo puede acercarse a la suspensión de pagos, pero tan solo si antes se hubiese hundido toda la economía nacional, en cuyo caso no serían únicamente los pensionistas los que tendrían dificultades, sino todos los ciudadanos: poseedores de deuda pública, funcionarios, empresarios, asalariados, inversores y, por supuesto, los tenedores de fondos privados de pensiones. Los apologistas de estos últimos, que son los que al mismo tiempo más hablan de la quiebra de la Seguridad Social, olvidan que son los fondos privados los que tienen mayor riesgo de volatilizarse, como ha demostrado la pasada crisis bursátil. Ante una hecatombe de la economía nacional, muy pocos podrían salvarse, pero no tiene por qué ser ese el futuro de la economía española, a no ser que cierto dogmatismo económico nos introduzca en una coyuntura de difícil salida.

LAS PENSIONES, DERECHO DE LOS CIUDADANOS ESTABLECIDO EN LA CONSTITUCIÓN
          Afirmar que son los trabajadores y los salarios los únicos que han de mantener las pensiones es un planteamiento incorrecto. No hay ninguna razón para eximir del gravamen a las rentas de capital y a las empresariales. El artículo 50 de la Constitución Española afirma: “Los poderes públicos garantizarán, mediante pensiones adecuadas y periódicamente actualizadas, la suficiencia económica a los ciudadanos durante la tercera edad”. Las pensiones, en tanto que derechos subjetivos de los ciudadanos establecidos en la Constitución, tienen la consideración de “gastos obligatorios” que por su naturaleza no están ligados a la suficiencia de recursos presupuestarios, ni a la evolución de una determinada fuente de ingresos. El Estado ha de concurrir con los recursos necesarios para asegurar el pago de las pensiones, sea con las cotizaciones o con cualquier otro impuesto. Y si las cotizaciones no son suficientes para financiar las prestaciones en una determinada coyuntura, el desfase ha de ser cubierto por las aportaciones del Estado.
El denominado “déficit del sistema”, más allá de una forma impropia de hablar, carece totalmente de sentido. Realmente solo puede tener déficit el Estado, pero no el sistema de pensiones, y el desfase entre cotizaciones y prestaciones no es sino un componente de aquel, sin que tenga sustantividad propia. No se puede pretender que esté en cuestión la viabilidad del sistema de pensiones por el hecho de que en una coyuntura como la actual se necesite que a los ingresos por cotizaciones se sumen otras aportaciones del Estado.
Asimismo, vincular la viabilidad del sistema público de pensiones a la coyuntura actual de crisis, en la que la caída brutal del empleo (provocada en parte por la propia política económica adoptada a nivel europeo y nacional) ocasiona una reducción de ingresos por cotizaciones, no parece razonable. El hecho de que los ingresos por cotizaciones sean en este momento inferiores a los gastos en pensiones, si indica algo es que lo insostenible es la caída de los ingresos debida a la recesión, y que, por extensión, lo verdaderamente insostenible es la propia recesión. Lo que se debería estar haciendo de forma urgente es adoptar las medidas que permitan superar, de una vez por todas, la caída del PIB y del empleo. En ningún caso se puede afirmar que la viabilidad del sistema de pensiones puede estar siendo “seriamente cuestionada” por la severidad de la crisis económica. Lo que está en cuestión es la política económica seguida.

TAMBIÉN HAY QUE CONSIDERAR LOS INGRESOS
Es curioso que la cuestión se haya planteado siempre desde el lado del gasto para reducirlo, y nunca desde la óptica de los ingresos y de su posible incremento; más bien todo lo contrario, de vez en cuando surgen presiones para disminuir las cotizaciones sociales. Estas presiones que, en los momentos actuales, proceden incluso de la propia Unión Europea, añaden sin duda un factor más de inseguridad si hacemos depender exclusivamente las pensiones de las cotizaciones, tal como se asume en el informe de los expertos del Gobierno. Es una evidencia que las reivindicaciones para reducir las cotizaciones aumentarán en el futuro bajo el argumento de que estas constituyen un impuesto sobre las nóminas, y que deberían ser sustituidas por impuestos indirectos.
El gasto, en relación al PIB, del sistema público de pensiones español es reducido cuando lo comparamos con el de la mayoría de los países de nuestro entorno, por lo que no parece que tenga mucho sentido hablar de que su viabilidad esté en cuestión. Destinamos a ello el 10% del PIB, mientras que la media de la Eurozona tiene un gasto del 12,2%, y el conjunto de la UE, el 11,3%. Y aun cuando no se modificase el sistema, la situación no va a cambiar durante muchos años. Siempre siguiendo los datos de la Comisión Europea (que es la instancia que nos conmina a llevar a cabo reformas urgentes), en 2030 nuestro gasto en pensiones será del 10,6%, prácticamente lo mismo que hoy gasta Alemania (10,5%). Y aún en 2035, nuestro gasto será del 11,3%. Los datos no avalan, pues, en modo alguno, la premura ni la obligación por el lado del gasto.
Tras la reforma de 2011, el máximo de gasto en pensiones que alcanzaría España, según admite la Comisión Europea en su informe The 2012 Ageing Report, sería del 14% del PIB en 2050 (a partir de ese momento el gasto se reduce rápidamente debido a que la presión demográfica de la llegada a la edad de jubilación de las generaciones del baby boom es sustituida por el efecto contrario: la llegada de las generaciones de la más baja tasa de natalidad de la historia). Es decir, tendremos que destinar a las pensiones públicas lo mismo que hoy gastan sin demasiadas complicaciones países como Austria, Francia o Italia.

LA RENTA PER CÁPITA COMO VARIABLE ESTRATÉGICA
Por otra parte, la esperanza de vida, la pirámide de población y la proporción entre activos y pasivos no son las únicas variables que habría que tener en cuenta si se quiere comprobar la viabilidad o inviabilidad del sistema público de pensiones, sino también la evolución de la renta per cápita. Si la renta per cápita crece, no hay motivo, sea cual sea la pirámide de población, para afirmar que un grupo de ciudadanos (los pensionistas) no puedan seguir percibiendo la misma renta. Si la renta per cápita aumenta, las cuantías de las pensiones no solo deberían no reducirse sino que tendrían que incrementarse por encima del coste de la vida.
El problema de las pensiones hay que contemplarlo en términos de distribución y no de escasez de recursos. En los últimos treinta años la renta per cápita en términos constantes casi se ha duplicado y es de esperar que en el futuro continúe una evolución similar. Si es así, resulta absurdo afirmar que no hay recursos para pagar las prestaciones de jubilación, todo depende de que haya voluntad por parte de la sociedad -y, especialmente, de los políticos- de realizar una verdadera política redistributiva.

MÁS BIENES PÚBLICOS
Las transformaciones en las estructuras sociales y económicas comportan también que las necesidades que deben ser satisfechas cambien y, por tanto, haya una variación de los bienes y servicios que hay que producir. Es muy posible que la decisión que adopte el mercado referente a estos no sea la adecuada -en contra de lo que piensa el liberalismo económico- a las necesidades reales, ni en su composición cualitativa ni cuantitativa. La vida urbana y el trabajo en el sector industrial y en el de servicios presentan nuevas contingencias o, al menos, contingencias mucho más acusadas que en el mundo rural. La incorporación de la mujer al mercado laboral y el aumento en la esperanza de vida crean nuevas necesidades y exigen por tanto la necesidad de que las sociedades se doten de nuevos servicios.
John Kenneth Galbraith anunció ya hace bastantes años que todos estos cambios exigían una redistribución de los bienes y servicios que deben ser producidos y en consecuencia, consumidos, a favor de los llamados bienes públicos y en contra de los privados. Habrá quien diga que estos bienes y servicios, incluidas las pensiones, los podría suministrar el mercado. Pero llevar a la práctica tal aseveración significaría en realidad privar a la mayoría de la población de ellos. Muy pocos ciudadanos en España podrían permitirse el lujo de costearse todos estos servicios, incluyendo la sanidad, con sus propios recursos. ¿Cuántos ciudadanos tienen la capacidad de ahorrar una cuantía suficiente para garantizarse una pensión de jubilación digna? La única dificultad es ideológica. Bajo el poder absoluto del neoliberalismo económico, una sola tendencia pretende imponer su ley: más iniciativa privada y menos sector público.
El envejecimiento de la población de ninguna manera provoca la insostenibilidad del sistema público de pensiones, pero sí obliga a dedicar un mayor porcentaje del PIB no sólo a financiar las pensiones, sino también a pagar el gasto sanitario y los servicios de atención a los ancianos y los dependientes. Detracción por una parte perfectamente factible y, por otra, inevitable si no queremos condenar a la marginalidad y a la miseria a buena parte de la población, precisamente a los ancianos, una especie de eutanasia colectiva.

EL SISTEMA ESPAÑOL NO ES GENEROSO
          El tema de las pensiones lleva ya muchos años acumulando tras de sí todo tipo de falacias y sofismas. Una de las más importantes quizá sea la afirmación de la OCDE y de otros organismos internacionales acerca de que las pensiones en España son muy generosas. Cosa curiosa, porque para generosidad la que estos organismos tienen con sus funcionarios. Trabajar unos pocos años en cualquiera de ellos garantiza una generosa pensión que ya quisieran para sí los trabajadores con mejor cualificación de nuestro país.
Esa versión alejada de la realidad de las pensiones españolas proviene de unos planteamientos que no se corresponden con los datos, Además, las comparaciones internacionales resultan muy complicadas en estos casos. Parten de la siguiente pregunta: ¿qué pensión le correspondería en relación con su último salario a un trabajador que hubiese cotizado el número mínimo de años para percibir la pensión máxima (en España, más de 35) y se jubilase a la edad legal (en nuestro país, 65 años, por ahora)? Este porcentaje, que se sitúa en España por encima del 90%, es superior al de muchos países de la Unión Europea, pero paradójicamente no a los de Portugal y Grecia. Por tanto, según este indicador, los países con menos ingresos de la Unión son los más generosos con sus jubilados.
En realidad, se trata de todo lo contrario, porque el indicador anterior es un porcentaje teórico que pasa por alto muchos factores: la dinámica del mercado de trabajo, la penalización de la jubilación anticipada, topes máximos, salario mínimo, bases sobre las que cotizan determinados regímenes, pensiones mínimas, sistema fiscal, etc. La tasa real en nuestro país está muy alejada de ese porcentaje. En vez del 90%, la cifra que se obtiene computando todos los factores, no alcanza siquiera el 60% del salario medio. En 2011, la media de las nuevas pensiones de jubilación ascendió a 1.200 euros mensuales, mientras que el salario medio bruto para el cuarto trimestre de ese año fue de 2.020 euros. El 20% de las pensiones contributivas y la totalidad de las no contributivas están por debajo del umbral de pobreza. En 2011, la cuantía de la pensión media de jubilación  ascendió a 915 euros, y el 72% de los jubilados cobran en la actualidad menos de 1.100 euros mensuales (el 49% no sobrepasa los 700 euros).

SE PRETENDE FAVORECER LOS FONDOS PRIVADOS DE PENSIONES
Existen sospechas bien fundadas de que las múltiples campañas realizadas para sembrar dudas acerca de la viabilidad de las pensiones públicas tienen también como finalidad potenciar los fondos privados de pensiones. De ahí que en todas las reformas se plantee la necesidad de completar las pensiones públicas con pensiones privadas. Lo primero a considerar es lo incorrecto y cómo induce a engaño la denominación “pensiones” aplicadas a los fondos, al menos tal como se instrumentan en España, donde las aportaciones las realizan solo los particulares y no las empresas. De hecho, la única alternativa que se propone a las pensiones públicas es que cada persona de forma individual ahorre para la vejez. Pero para ese viaje no hacían falta tales alforjas. Si es así, lo que resulta aún más indignante es que pretendan decirnos en qué inversiones tiene que materializarse nuestro ahorro. ¿Por qué en fondos y no directamente en bolsa o en vivienda o en obras de arte o en cualquier otro activo? Los fondos de pensiones no son más que una forma de ahorrar y no precisamente de las más ventajosas para el inversor. Habrá que cuestionarse el motivo de incentivar un sistema de ahorro (los fondos de pensiones) en detrimento de otros.
Supeditar la solución de la contingencia de vejez a la cantidad de ahorro que cada individuo haya podido acumular a lo largo de su vida activa es condenar a la pobreza en su ancianidad a la gran mayoría de la población. Es bien sabido que el 60% de los ciudadanos carecen de capacidad de ahorro (no llegan a final de mes) y otro 30%, si ahorra, lo hace en una cuantía a todas luces insuficiente para garantizar el mínimo vital en la jubilación.
Los mal llamados fondos de pensiones solo benefician a las entidades financieras depositarias de las inversiones y que controlan a las gestoras. De hecho, dejarían de existir tan pronto como desapareciese la desgravación fiscal, tal como se encargaron de difundir sus propios defensores cuando se expandió el rumor de que iban a perder los beneficios fiscales. ¿Pero cuál es entonces la razón de ser de un producto financiero que sin desgravación fiscal nadie -ni ricos ni pobres- estaría dispuesto a demandar? Para el participante carecen de todo aliciente: ausencia de liquidez, carencia de control de la inversión, pago de importantes comisiones, etc. Pero, precisamente lo que son rémoras para el cliente, se convierten en ventajas para las entidades financieras: fondos cautivos que manejan a su antojo a través de las gestoras y que les dotan de enorme poder económico, a la vez que les permiten apropiarse mediante distintas comisiones de la casi totalidad de la rentabilidad que tales recursos puedan generar.

CAPITALIZACIÓN O REPARTO
Los propagandistas de los fondos de pensiones cantan las excelencias del sistema de capitalización sobre el de reparto, identificando el primero con el privado y el segundo con el público. En realidad, cuando se trata de un sistema público la distinción entre capitalización y reparto es más teórica que real. Si por una parte puede suponerse que las pensiones de los pasivos se financian con las cotizaciones de los activos -estaríamos entonces en un sistema de reparto- también puede suponerse, y esto sería más exacto, que en función de la unidad de caja del Estado todos los ingresos, incluidos impuestos y cotizaciones sociales, financian todos los gastos, también los de Seguridad Social.
Si esto es así, el sistema actual, al que llamamos de reparto, se convertiría en un sistema de capitalización. Podemos suponer que los recursos aportados hoy por las cotizaciones serían un préstamo que los trabajadores actualmente activos realizan al Estado y que este dedicará a financiar la inversión social y pública, desde la educación a la sanidad, pasando por carreteras, comunicaciones, tecnología, empresas públicas, etc. Dicho préstamo al Estado se devolverá junto con los intereses a los cotizantes de hoy en forma de pensiones. Del mismo modo, las prestaciones sociales que actualmente se pagan son el retorno a los jubilados de lo que cotizaron (préstamo al Estado) en el pasado. Que la distinción es más teórica que real se percibe con claridad en el hecho de que muchos fondos privados de pensiones terminan invirtiéndose en deuda pública, es decir, prestando al Estado. Lo que está en juego, por tanto, es la intermediación de las entidades financieras.
La argumentación anterior hace que carezca de sentido el reproche al sistema público de pensiones de que genera una situación intergeneracional injusta, ya que obliga a las generaciones futuras a mantener a un mayor número de pensionistas. Las cotizaciones y los impuestos de esos jubilados han hecho posible mediante la educación, las infraestructuras, la investigación, etc., que la productividad en una serie de años se haya multiplicado y que el trabajo de los activos de ahora y del futuro produzca mucho más y que la renta per cápita sea también mayor.
No obstante, todo lo hasta aquí afirmado responde a la óptica macroeconómica, analizando los efectos globales o a partir del análisis de la prestación promedio. Mas el punto de vista cambia cuando se trata de la conveniencia de un determinado particular, entonces sí puede haber una distinción radical y fundamental entre el sistema público y el privado. En el segundo, no se da ninguna redistribución de rentas. Existe una correspondencia unívoca entre cada prestación y la correspondiente cotización individual. Las diferencias que se pueden generar en el sistema privado son muy superiores a las de un sistema público, hasta el extremo de que para muchos colectivos los planes de pensiones son prácticamente inaplicables, teniendo que hacerse cargo el sector público en último término de las prestaciones.

CAMBIO EN LA DISTRIBUCIÓN DE LA RENTA
El pacto de Toledo tuvo al menos un efecto positivo que es el que ahora se intenta desterrar: el compromiso de las distintas fuerzas políticas acerca de que las pensiones se actualizarían anualmente de  acuerdo con el incremento del índice de precios al consumo. La medida parecía justa y lógica. Justa porque así lo proclama nuestra Constitución y lógica porque con la inflación también se incrementan y a veces más que proporcionalmente los ingresos del Estado. Hay una afirmación que debería ser de común aceptación: mientras que la renta por habitante de una población se mantenga constante o crezca, ningún miembro de ella, bien sea pensionista, funcionario, escritor o bombero, tiene por qué ver empeorada su situación en cuanto a ingresos. La no actualización de las pensiones conduce a que los jubilados vean que su pensión se reduce año a año. El planteamiento de los expertos del Gobierno consiste en utilizar la inflación, aprovechando la ilusión monetaria, para reducir progresivamente las pensiones, de manera que se cierre el desfase existente por otras causas entre las cotizaciones y las prestaciones.
Si en un periodo determinado de tiempo las pensiones suben por término medio menos que lo que lo ha hecho la renta per cápita es porque otras rentas, bien sean las salariales, las de capital o las empresariales, lo hacen en un porcentaje mayor, es decir, se modifica la redistribución de la renta en contra de los pensionistas; ni que decir tiene que este efecto es mucho mayor cuando se pretende que ni siquiera mantengan el poder adquisitivo. Los expertos del Gobierno hablan de un factor de equidad intergeneracional, pero lo cierto es que todas las recomendaciones que ofrecen en su informe tienden a romper tal equidad, condenando a los pensionistas a un empobrecimiento progresivo en favor de otras rentas y es bastante lógico suponer que estas serán las de capital.
No es la pirámide de población, ni el incremento de la esperanza de vida lo que amenaza la sostenibilidad de las pensiones, sino la insuficiencia de nuestro sistema fiscal, presa del fraude y de las continuas reformas regresivas acometidas por los distintos gobiernos. El riesgo viene de una ideología liberal que contempla con satisfacción que la presión fiscal de España sea la más baja de la Europa de los quince (32,4%), inferior incluso a Grecia (34,9) y a Portugal (36,1), trece puntos de diferencia con Francia, y de diez y de ocho con Italia y Alemania, respectivamente (Eurostat), y de unos políticos que prefieren recortar las pensiones a los jubilados antes que acometer en serio la reforma fiscal. Esta sí que tendría que ser la primera y principal reforma que habría de llevarse a cabo.

ASEGURAR LAS PENSIONES PÚBLICAS ES TAREA DE TODO EL SISTEMA FISCAL
Asegurar pensiones públicas que permitan mantener un nivel de vida digno es una cuestión de la máxima importancia social y política. Los principios que deben regir la gestión de este derecho de la ciudadanía se encuentran en los textos fundamentales de nuestro ordenamiento jurídico. Ya hemos mencionado el artículo 50 de la Constitución, que garantiza a todos los ciudadanos de la tercera edad pensiones adecuadas y actualizadas periódicamente. En consecuencia, y como ya se ha argumentado anteriormente, en épocas de déficit de la Seguridad Social ese derecho debe ser sufragado a cargo de los Presupuestos Generales del Estado. Ese esfuerzo no debería ser ningún problema, si se aplicara el principio de progresividad, establecido en el artículo 31 de la Constitución, y si las principales empresas del país y las grandes fortunas pagaran las cantidades que en justicia les corresponden y en estos momentos eluden. No se trata de confiscar el dinero de nadie: una contribución similar a la de sus equivalentes en otros países europeos -Estados social y democráticamente más avanzados- sería suficiente.
Para todos los que luchamos por la democracia y la justicia social, el máximo referente normativo no puede ser otro que la Declaración Universal de Derechos Humanos. Su memorable artículo 25 hace una mención expresa a la tercera edad, en relación al derecho a un nivel de vida adecuado y al bienestar, derecho que todo ser humano posee. Es más, el artículo 22 establece que “toda persona, como miembro de la sociedad, tiene derecho a la seguridad social”.

DERECHO CONSTITUCIONAL
En tanto en cuanto recibir una pensión digna es un derecho constitucional y un derecho garantizado por la Declaración Universal de Derechos Humanos, los abajo firmantes, economistas, profesionales y académicos de distintas procedencias y sensibilidades, no podemos dejar de denunciar enérgicamente la nueva reforma de las pensiones públicas que prepara el Gobierno, que supone un nuevo engaño a los ciudadanos para favorecer a entidades bancarias y aseguradoras:

- Denunciamos que esa reforma se hace en el peor momento, con argumentos falsos y sin participación de la sociedad, y solo dirigida a rebajar una vez más las pensiones.
Disminuir aún más el nivel de vida en medio de una crisis como esta y hacer ver a una parte tan numerosa de la población que seguirá bajando en el futuro es todo lo contrario de lo que conviene hacer para recuperar la confianza y el consumo imprescindible para salir de una recesión. Y además, justificar la reforma con argumentos falsos, solo para satisfacer a los grandes grupos financieros de presión es una verdadera traición a los intereses de la mayoría de la población.

- Denunciamos ante la opinión pública que es falso que una mayor esperanza de vida sea lo que ponga en peligro el futuro de las pensiones.
Es verdad que en los años próximos habrá más personas jubiladas y, en proporción, menos empleadas, pero no es cierto que de ahí se pueda deducir que inevitablemente se producirá un desequilibrio financiero de la Seguridad Social que impedirá pagar las pensiones, salvo que se reduzca su cuantía desde ahora, como se propone.
El equilibrio financiero depende no solo del número de pensionistas y empleados y de la magnitud de las pensiones, sino de otros factores de los que no se habla cuando se propone rebajar las pensiones:
  • Del empleo, pues cuanto mayor sea el número de empleados más ingresos recibirá la seguridad social.
  • De la productividad, pues a medida que aumenta (como viene sucediendo en los últimos años), se puede obtener más producto e ingresos para financiar las pensiones incluso con menos empleados.
  • Del nivel de los salarios y, por tanto, de la participación de los salarios en los ingresos totales, pues cuanto mayor sea ésta más masa salarial habrá para financiar las pensiones.
  • De la extensión de la economía sumergida, pues cuanto más pequeña sea más cotizantes habrá y, en consecuencia, también más ingresos para la Seguridad Social.
Por lo tanto, no es cierto que lo que pone en peligro el futuro de las pensiones sea que, afortunadamente, aumente la esperanza de vida sino el aumento del paro, la especialización de nuestra economía en actividades de bajo valor y poco productivas y la desigualdad que hace que los salarios tengan cada vez menos peso en el conjunto de las rentas. Es decir, lo que viene ocurriendo como consecuencia de las políticas neoliberales que han aplicado los gobiernos en los últimos años siguiendo las directrices de la Unión Europea y, en particular, como consecuencia de la respuesta que se está dando a la crisis cuyo único propósito es el de favorecer a los bancos y a las grandes empresas y que está produciendo, precisamente, todo estos fenómenos: aumento del paro y de la desigualdad
Si se logra aumentar el empleo, si conseguimos que la productividad aumente en los próximos años simplemente lo mismo que aumentó en los últimos decenios y si frenamos el proceso creciente de desigualdad en el reparto de la renta, España podrá hacer frente sin dificultades al mayor gasto en pensiones que lógicamente se producirá en los próximos años.

- Denunciamos que se está difundiendo de manera deliberada un mensaje engañoso y catastrofista sobre el futuro de las pensiones.
El engaño que llevan consigo las predicciones catastrofistas con las que se justifican los recortes es patente si se tiene en cuenta que el último informe de la Unión Europea sobre envejecimiento prevé que España llegue a un máximo de gasto en pensiones de algo más del 14% en 2050. Se dice que es un porcentaje excesivo pero se oculta que otros países ya lo han alcanzado en la actualidad. Asumir que Francia o Italia puede dedicar hoy día el 15 o 16% de su PIB a pensiones y que España no podrá dedicar más o menos esa misma proporción en 2050 o es de un irrealismo sospechoso o es aceptar sin más que el paro alcance niveles impensables y que los salarios españoles van a ser mucho peor que tercermundistas en los próximos años. Pero, en ese caso, resulta también completamente cínico y falso culpar de la crisis futura que puedan tener las pensiones al aumento de la esperanza de vida.

- Denunciamos que quienes ahora dicen saber lo que ocurrirá con las pensiones dentro de treinta años no han acertado nunca en las predicciones hechas anteriormente.
Ninguno de ellos acertó en ninguno de sus estudios en los que asustaban alegando que habría déficit del sistema de pensiones en 1995, 2000, 2005 o 2010. A pesar de lo cual, eran de nuevo contratados por los bancos y aseguradoras para que los repitieran para otros años, volviendo siempre a equivocarse y ahora vuelven a presentarse como si ellos fueran los que saben lo que hay que hacer para hacer frente a los problemas del futuro.

- Denunciamos también que la propuesta de aumentar la edad de jubilación para todos los grupos de trabajadores sin distinción es tremendamente injusta.
Sabemos sin lugar a dudas que las personas de mayor renta y de cualificación profesional más elevada tienen mayor esperanza de vida (en España hay una diferencia de casi 10 años entre lo que vive por término medio la persona de renta más alta y la de más baja). Por tanto, imponer que todos se jubilen a la misma edad significa obligar a que las personas de renta más baja financien de modo desigual las pensiones de las de rentas más altas, y también prolongar injustamente la vida laboral de quienes desempeñan actividades más molestas, insalubres o peligrosas. Tratar igual a los desiguales, como pretende el Gobierno con esta nueva reforma, es una injusticia inaceptable.

- Denunciamos que el grupo “de sabios” que ha elaborado la propuesta solicitada por el Gobierno ha tenido una composición claramente  sesgada y muy poco independiente.
La inmensa mayoría de ellos ha tenido o tiene una evidente vinculación con entidades financieras o de seguros que es obvio que van a beneficiarse de una eventual rebaja en las pensiones y de un aumento de la suscripción de planes de ahorro privados.

- Denunciamos que a pesar de que el Gobierno dice preocuparse por el equilibrio financiero del sistema de pensiones no toma nada más que la medida de recortarlas para alcanzarlo.
Concretamente, el Gobierno no adopta las decisiones que podrían aumentar los ingresos, no solo haciendo otras políticas que podrían aumentar el empleo o reducir la desigualdad, sino otras más inmediatas como impedir que se pacten jubilaciones forzosas, la prejubilación de iniciativa autónoma sin causa objetiva y los despidos en edad de posible jubilación anticipada o, por otro lado, revisar la baja cotización de casi cuatro millones de personas que se encuentran en los regímenes especiales y los niveles mínimos y topes máximos de cotización que suponen una fuga inmensa de recursos.

Denunciamos que se oculta a los españoles que las cotizaciones sociales no son necesariamente la única vía de financiación de las pensiones públicas.
Como ya ocurre en otros países, en casos de crisis o de insuficiencia de las cotizaciones el sistema se puede financiar con recursos procedentes de los Presupuestos Generales del Estado y se oculta también que se pueden obtener muchos más ingresos públicos para ello y para otros fines si se reforma el sistema fiscal para hacerlo más equitativo y eficaz y si se combate de verdad el fraude fiscal, en lugar de reducir constantemente los medios dedicados a su persecución.

Denunciamos que lo que pretenden las reformas que se realizan de las pensiones públicas es promover la gestión privada de los recursos de la Seguridad Social.
Es evidente que difundir continuamente informes catastrofistas, estudios sesgados y predicciones terribles sobre el futuro de las pensiones públicas solo puede tener una consecuencia: que cada vez más gente desconfíe del sistema público y trate de asegurarse el futuro mediante planes de ahorro privado. Ese es el negocio que buscan las entidades financieras, pero se oculta a la población que la mayoría de los trabajadores no podrá ahorrar lo suficiente, que esos fondos son muy inseguros y peligrosos, y que solo son rentables gracias a las desgravaciones fiscales que los siempre enemigos de lo público reclaman para que las pensiones privadas puedan resultarles un negocio suculento.

Denunciamos la complicidad de los gobiernos con estos intereses, por no abrir un debate público, transparente y plural sobre el futuro auténtico de las pensiones públicas y por doblegarse ante quienes vienen imponiendo las políticas que crean el paro, la concentración de la riqueza y el empobrecimiento productivo que las pone realmente en peligro.
Por todo ello, y a partir de nuestros conocimientos y experiencia como economistas y juristas, pedimos a la opinión pública que no se deje engañar por argumentos interesados que solo buscan obtener aún más ganancias, en este caso gestionando los fondos que ahora maneja la Seguridad Social.
Somos plenamente conscientes de que nuestras pensiones públicas corren un grave peligro pero, como hemos dicho, no por las razones que se aducen sino justamente por las que se callan y que los mismos gobiernos han provocado. Sabemos que el más lento envejecimiento aumentará nuestro gasto y que eso requiere disponer de más recursos, pero la solución “sabia” no puede ser reducir la cuantía de las pensiones, sino determinar cuántos nuevos recursos se van a necesitar y poner entonces sobre la mesa la forma en que hemos de generarlos. Tiene que ser así porque también sabemos con certeza que no todas las personas pueden financiarse ahorro privado para cuando lleguen a la vejez y que sin pensiones públicas casi siete de cada diez pensionistas estarían ahora o estarán en el futuro en situación de pobreza severa.
Llamamos, pues, a la denuncia de las propuestas que prepara el Gobierno, a manifestar el rechazo frontal a todas ellas y a reclamar con toda firmeza otra política económica frente a la crisis que no siga destruyendo empleo y generando cada día más deuda y empobrecimiento.


Documento elaborado por: Francisco Álvarez Molina, Lourdes Benería, Francisco Javier Braña Pino, Cristina Carrasco, Agusti Colom, Fernando Esteve Mora, Miren Etxezarreta, Ramón Franquesa, Alberto Garzón, Antonio González González, Adoración Guamán, Héctor Illueca, Juan López Gandía, Juan Francisco Martín Seco, José Luis Monereo,  Pedro Montes, Rafael Muñoz de Bustillo, Vicenç Navarro, Juan Torres, Carlos Ochando, Albert Recio,Julio Rodríguez y Amat Sánchez.



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