Pensamos que
la manera de plantear un problema condiciona su solución. La sostenibilidad del
sistema público de pensiones se ha planteado siempre, en unos casos por ignorancia
y en otros por intereses espurios, de la peor forma posible. Se ha
tratado como un problema técnico cuando es un problema político. Se ha
querido enmarcar como una cuestión de insuficiencia de medios, cuando en
realidad el quid de la cuestión es la distribución de la renta. Se pretende que
creamos que la sostenibilidad del sistema público de pensiones depende de
“cuántos son los que producen”, cuando la variable importante es “cuánto se
produce”.
Conscientes
de que se trata de un problema político y no económico, consideramos que
nuestro papel debe centrarse únicamente en desenmascarar los intentos de
justificar mediante planteamientos aparentemente técnicos las posturas
ideológicas previamente tomadas.
Hace ya muchos años que todos los servicios de estudios de las entidades
financieras y similares, apoyados y jaleados por los organismos
internacionales, comenzaron a emitir informes acerca de la inviabilidad del
sistema público de pensiones. La postura oscilaba desde los más radicales,
demandando su sustitución por planes privados, hasta los medianamente
posibilistas, que tan solo pretendían su reforma, de manera que los gastos
sociales no se incrementaran e incluso se redujeran. Por citar tan solo un
ejemplo, allá por 1993 la Fundación BBV contrató a treinta y cuatro sabios,
expertos, técnicos para que estudiasen el tema de las pensiones. En realidad,
querían que se pronunciasen sobre la viabilidad, más bien inviabilidad, del
sistema público. Trabajaron durante veinte meses para llegar a la conclusión de
la imposibilidad de mantener el sistema público si no se reformaba. Una vez más
se empleó la expresión quiebra de la Seguridad Social. El resultado de sus
cálculos, que fueron facilitados a la prensa, consistía en el pronóstico de que
para el año 2000 el desajuste entre ingresos y gastos de la Seguridad Social
habría aumentado en una cantidad equivalente al 2% del PIB. ¿Cataclismo?,
¿quiebra? “Será incompatible con Maastricht”. Lo cierto es que el año 2000
llegó y no se produjo prácticamente nada de lo que pronosticaron. De hecho, se
registró un superávit del 0,4%.
La
argumentación de todos estos informes era similar: el incremento de la
esperanza de vida y la baja tasa de natalidad dibujaban una pirámide de
población que haría inviable en el futuro el sistema público de pensiones. Vaticinaban
que en un determinado número de años se produciría la quiebra de la Seguridad
Social. El tiempo ha ido transcurriendo y hemos llegado a las fechas fijadas
sin que se cumpliese ninguno de sus pronósticos, lo que parece natural ya que
no tuvieron en cuenta determinados factores tales como la incorporación de más
mujeres al mercado laboral o el incremento en el número de inmigrantes. El
estrecho encuadre de las proyecciones demográficas y el hecho de considerar solo
la población total no pueden constreñir el complejo problema de la viabilidad
de las pensiones. A cualquiera se le ocurre que al menos otra variable, la tasa
de actividad, tendrá algo que ver en la solución.
LA TASA DE ACTIVIDAD, UNA VARIABLE RELEVANTE
La incorporación de mayor número de
mujeres al mundo laboral ha tenido como consecuencia el incremento sustancial
de la tasa de actividad. Sin modificar la población total, el número de los
trabajadores potenciales ha aumentado de forma considerable. España goza de un
amplio margen para avanzar en esta variable, dado que la tasa de actividad
femenina es aún baja, en cualquier caso menor que la de otros países. A su vez,
las llegadas de trabajadores inmigrantes también incrementan la tasa de actividad,
pues aunque se eleva la población total, todo el aumento producido es de
activos. Es una ironía contemplar a la “Europa fortaleza” preocupándose por la
reducida tasa de natalidad y el envejecimiento de la población. Si el problema
radicara solo en estas variables, la solución sería bastante sencilla: se
trataría simplemente de abrir las fronteras a los trabajadores inmigrantes.
Llegados a este punto, está claro que sería un grave error considerar la
población activa como núcleo del problema. El factor más importante no es el
número de personas dispuestas a trabajar, sino las que realmente puedan
hacerlo. Si aceptamos esta premisa, la medida de retrasar la edad de
jubilación carece de todo sentido cuando existe un altísimo nivel de paro. En
2013, en España, con 6 millones largos de parados, elevar la edad de jubilación
de los 65 a los 67 años no tiene demasiada lógica.
LA PRODUCTIVIDAD, FACTOR DECISIVO EN LA SOSTENIBILIDAD DEL SISTEMA PÚBLICO
DE PENSIONES
Pero
ahondando más en la materia, al plantear la cuestión de las pensiones hay que
superar también la visión estrictamente cuantitativa del número de trabajadores
para considerar, además, la productividad. Como ya hemos dicho, el problema no
estriba en cuántos son los que producen sino en cuánto es lo que se produce.
Cien trabajadores pueden producir lo mismo que mil si su productividad es diez
veces superior, de tal modo que los que cuestionan la viabilidad de las
pensiones públicas cometen un gran error al basar sus argumentos únicamente en
la relación del número de trabajadores por pensionistas pues, aun cuando esta
proporción se reduzca en el futuro, lo producido por cada trabajador será mucho
mayor. Quizá lo ocurrido con la agricultura pueda servir de ejemplo. Hace
cincuenta años el 30% de la población activa española trabajaba en agricultura;
hoy únicamente lo hace el 4,5%, pero ese 4,5% produce más que el 30% anterior.
En resumen, un número menor de trabajadores podrá mantener a un número mayor de
pensionistas.
CONSECUENCIAS DE UNA VISIÓN SESGADA DEL PACTO DE TOLEDO
Ha sido el
Pacto de Toledo, o una visión sesgada del mismo, lo que ha introducido al
sistema público de pensiones en un laberinto de difícil salida. A ello ha
contribuido la consideración de las cotizaciones sociales como
fuente exclusiva de financiación de las pensiones, no encontrando entonces otra
salida que no sea la disminución de las prestaciones.
Se llama
Pacto de Toledo al documento aprobado por el pleno del Congreso de los
Diputados, en la sesión del 6 de abril de 1995, titulado “Análisis de los
problemas estructurales del sistema de Seguridad Social y de las principales
reformas que deberán acometerse”. Su origen inmediato se debe buscar en la
aprobación por el Congreso de una proposición no de ley, presentada por CiU,
por la que se creaba una ponencia en el seno de la Comisión de Presupuestos
para analizar los problemas estructurales de la Seguridad Social. Pero esta
iniciativa parlamentaria no descendió del cielo, sino que surgió de un escenario
formado por dos hechos que se complementan.
El primero
es una ofensiva internacional en contra de las pensiones públicas y a favor de
las privadas, que partía de ciertos organismos internacionales como el Banco
Mundial o la Unión Europea. Estas maniobras tenían -y aún tienen- su eco en
todos los países, potenciadas por las entidades financieras y por la mayoría de
las fuerzas económicas y políticas.
El segundo
hecho es nacional y reside en las acusaciones mutuas entre los dos partidos
políticos mayoritarios de nuestro país, que se reprochaban poner en peligro el
sistema público de pensiones. El PSOE, desde el gobierno, hacía propaganda del
mérito de pagar a los pensionistas, y ante la amenaza de perder las elecciones
generales -como así ocurriría en 1996- difundía la idea de que la llegada de la
derecha al poder suponía un grave riesgo para esta prestación social. Al mismo
tiempo, ante el déficit que en aquel momento mostraban las cuentas de la
Seguridad Social, el Estado, en vez de enjugarlo con transferencias a fondo
perdido, lo compensaba mediante préstamos. Esto, por una parte, lanzaba ya un
mensaje negativo al presentar la Seguridad Social como una institución distinta
del Estado y, por otra, desde el punto de vista financiero, la colocaba en una situación
crítica de cara al futuro. Este hecho daba ocasión al PP para acusar al
Gobierno de ponerla en peligro.
La presencia
de ocho millones de pensionistas, convertidos en ocho millones de votantes,
cuyo ámbito de preocupaciones, en esta etapa de su vida, se circunscribe en
buena medida a cómo afrontar económicamente los últimos días de su existencia,
es bastante aliciente para que los dos partidos mayoritarios utilicen el tema
de las pensiones como arma electoral. Los jubilados son percibidos como presa fácil
de la demagogia política.
Esta
similitud de comportamientos entre los dos partidos mayoritarios resultaba
preocupante porque sembraba la sospecha de que tanto uno como otro consideraban
las pensiones públicas como algo graciable que podía reducirse. Cuando piensan
que están perjudicando a la otra formación política, en realidad lo que hacen
es descubrir su concepción espuria sobre el tema. El simple hecho de dar como
posible la quiebra de la Seguridad Social es ya un atentado al Estado social
que consagra la Constitución.
LA SEGURIDAD SOCIAL NO ES ALGO DISTINTO DEL ESTADO
La auténtica
amenaza sobre las pensiones se cierne cuando se pretende presentar la Seguridad
Social como algo distinto y separado de los servicios del al Estado. El
divorcio solo es planteable desde una concepción neoliberal, pero no desde los
principios constitutivos del Estado social. En su virtud, la protección social
no es algo accidental al Estado sino una responsabilidad de éste, algo que
sigue a su esencia. El Pacto de Toledo realizó una segregación entre Estado y
Seguridad Social, estableciendo la separación de fuentes de financiación.
Mientras determinadas prestaciones, como las no contributivas, pasan a ser
responsabilidad del Estado y a financiarse con impuestos, otras, las contributivas,
quedan confinadas en el ámbito de la Seguridad Social y financiadas con
cotizaciones sociales. Bien es cierto que el Pacto de Toledo utilizaba la
palabra “preferentemente” en lugar de “exclusivamente”, pero lo cierto es que,
en la práctica, tal matización se olvida y se hace depender el mantenimiento de
las pensiones únicamente de las cotizaciones sociales, con lo que su
financiación se hace en extremo vulnerable.
Anteriormente
no había sido así. De hecho, en los presupuestos del Estado aparecían
transferencias de recursos del Estado a la Seguridad Social. La Ley de
Presupuestos de 1989 estableció un cambio de modelo de financiación mediante el
compromiso de financiar progresivamente con aportaciones públicas. Los
complementos de mínimos de las pensiones y la sanidad Fue en 1994 cuando se
introdujo un antecedente muy negativo al cubrir los desequilibrios entre
cotizaciones y prestaciones con préstamos del Estado en vez de hacerlo mediante
transferencias, prueba palpable de la distinción que se quería hacer entre el
Estado y la Seguridad Social. El tema era tanto más grave cuanto que en 1995 se
reduce un punto la cotización por contingencias comunes.
La
separación de fuentes se ha entendido como algo estructural, no como un mero
instrumento para la transparencia y una administración racional de los recursos
del Estado. Este mecanismo se ha transformado en una característica esencial
del sistema y, lejos de garantizar las futuras pensiones, ha dado ocasión a que
algunos conciban la Seguridad Social como un sistema cerrado que debe
autofinanciarse y aislado económicamente de la Hacienda Pública. Esta
concepción es claramente abusiva y coloca a la Seguridad Social en una
situación de mayor riesgo, dificultando además toda mejora en las prestaciones.
EL FONDO DE RESERVA
Este diseño de sistema cerrado que se da a la Seguridad Social tiene su
contrapartida en el establecimiento por el Pacto de Toledo del fondo de
reserva. Se estipula que en las épocas en que la recaudación por cotizaciones
sociales exceda del gasto en pensiones se constituya un fondo para subvenir a
financiar el déficit cuando los términos se inviertan. No es este fondo al que
vulgarmente se llama “hucha de las pensiones” lo que puede ofrecer seguridad a
los futuros pensionistas, sino la garantía de que detrás del derecho a la
prestación se encuentra el Estado con todo su poder económico. La prueba
evidente es que de nada ha servido que durante todos los años de bonanza se
haya ido incrementando y que los distintos gobiernos de uno o de otro signo se
hayan vanagloriado de ello. Ha bastado que se produjesen los primeros déficits
en el sistema para que surja con virulencia una propuesta de reforma y de
reducción de las prestaciones.
LAS PENSIONES NO TIENEN POR QUÉ FINANCIARSE EXCLUSIVAMENTE MEDIANTE
COTIZACIONES SOCIALES
En un Estado
definido como social por la vigente Constitución, es inconcebible, y en todo
caso inaceptable, que las pensiones se deban financiar exclusivamente mediante
cotizaciones sociales. Son todos los recursos del Estado los que tienen que
hacer frente a la totalidad de los gastos de ese Estado, también a las
pensiones. La separación entre Seguridad Social y Estado es meramente
administrativa y contable pero no económica y, mucho menos, política; es más,
el hecho de que la sanidad y otros tipos de prestaciones que antes se imputaban
a la Seguridad Social hoy se encuentren en los presupuestos del Estado o de las
Comunidades Autónomas prueba que se trata de una separación convencional.
La Seguridad
Social es parte integrante del Estado, su quiebra solo se concibe unida a la
quiebra del Estado y el Estado no puede quebrar. Como máximo puede acercarse a
la suspensión de pagos, pero tan solo si antes se hubiese hundido toda la
economía nacional, en cuyo caso no serían únicamente los pensionistas los que
tendrían dificultades, sino todos los ciudadanos: poseedores de deuda pública,
funcionarios, empresarios, asalariados, inversores y, por supuesto, los
tenedores de fondos privados de pensiones. Los apologistas de estos últimos,
que son los que al mismo tiempo más hablan de la quiebra de la Seguridad
Social, olvidan que son los fondos privados los que tienen mayor riesgo de
volatilizarse, como ha demostrado la pasada crisis bursátil. Ante una hecatombe
de la economía nacional, muy pocos podrían salvarse, pero no tiene por qué ser
ese el futuro de la economía española, a no ser que cierto dogmatismo económico
nos introduzca en una coyuntura de difícil salida.
LAS PENSIONES, DERECHO DE LOS CIUDADANOS ESTABLECIDO EN LA CONSTITUCIÓN
Afirmar que son los trabajadores y los salarios los únicos que han de
mantener las pensiones es un planteamiento incorrecto. No hay ninguna razón
para eximir del gravamen a las rentas de capital y a las empresariales. El
artículo 50 de la Constitución Española afirma: “Los poderes públicos
garantizarán, mediante pensiones adecuadas y periódicamente actualizadas, la
suficiencia económica a los ciudadanos durante la tercera edad”. Las pensiones,
en tanto que derechos subjetivos de los ciudadanos establecidos en la
Constitución, tienen la consideración de “gastos obligatorios” que por su
naturaleza no están ligados a la suficiencia de recursos presupuestarios, ni a
la evolución de una determinada fuente de ingresos. El Estado ha de concurrir
con los recursos necesarios para asegurar el pago de las pensiones, sea con las
cotizaciones o con cualquier otro impuesto. Y si las cotizaciones no son
suficientes para financiar las prestaciones en una determinada coyuntura, el
desfase ha de ser cubierto por las aportaciones del Estado.
El
denominado “déficit del sistema”, más allá de una forma impropia de hablar,
carece totalmente de sentido. Realmente solo puede tener déficit el Estado,
pero no el sistema de pensiones, y el desfase entre cotizaciones y prestaciones
no es sino un componente de aquel, sin que tenga sustantividad propia. No se
puede pretender que esté en cuestión la viabilidad del sistema de pensiones por
el hecho de que en una coyuntura como la actual se necesite que a los ingresos
por cotizaciones se sumen otras aportaciones del Estado.
Asimismo,
vincular la viabilidad del sistema público de pensiones a la coyuntura actual
de crisis, en la que la caída brutal del empleo (provocada en parte por la
propia política económica adoptada a nivel europeo y nacional) ocasiona una
reducción de ingresos por cotizaciones, no parece razonable. El hecho de que
los ingresos por cotizaciones sean en este momento inferiores a los gastos en
pensiones, si indica algo es que lo insostenible es la caída de los ingresos
debida a la recesión, y que, por extensión, lo verdaderamente insostenible es
la propia recesión. Lo que se debería estar haciendo de forma urgente es
adoptar las medidas que permitan superar, de una vez por todas, la caída del
PIB y del empleo. En ningún caso se puede afirmar que la viabilidad del sistema
de pensiones puede estar siendo “seriamente cuestionada” por la severidad de la
crisis económica. Lo que está en cuestión es la política económica seguida.
TAMBIÉN HAY QUE CONSIDERAR LOS INGRESOS
Es curioso
que la cuestión se haya planteado siempre desde el lado del gasto para
reducirlo, y nunca desde la óptica de los ingresos y de su posible incremento;
más bien todo lo contrario, de vez en cuando surgen presiones para disminuir
las cotizaciones sociales. Estas presiones que, en los momentos actuales,
proceden incluso de la propia Unión Europea, añaden sin duda un factor más de
inseguridad si hacemos depender exclusivamente las pensiones de las
cotizaciones, tal como se asume en el informe de los expertos del Gobierno. Es
una evidencia que las reivindicaciones para reducir las cotizaciones aumentarán
en el futuro bajo el argumento de que estas constituyen un impuesto sobre las
nóminas, y que deberían ser sustituidas por impuestos indirectos.
El gasto, en
relación al PIB, del sistema público de pensiones español es reducido cuando lo
comparamos con el de la mayoría de los países de nuestro entorno, por lo que no
parece que tenga mucho sentido hablar de que su viabilidad esté en cuestión.
Destinamos a ello el 10% del PIB, mientras que la media de la Eurozona tiene un
gasto del 12,2%, y el conjunto de la UE, el 11,3%. Y aun cuando no se
modificase el sistema, la situación no va a cambiar durante muchos años.
Siempre siguiendo los datos de la Comisión Europea (que es la instancia que nos
conmina a llevar a cabo reformas urgentes), en 2030 nuestro gasto en pensiones
será del 10,6%, prácticamente lo mismo que hoy gasta Alemania (10,5%). Y aún en
2035, nuestro gasto será del 11,3%. Los datos no avalan, pues, en modo alguno,
la premura ni la obligación por el lado del gasto.
Tras la
reforma de 2011, el máximo de gasto en pensiones que alcanzaría España, según
admite la Comisión Europea en su informe The 2012 Ageing Report, sería
del 14% del PIB en 2050 (a partir de ese momento el gasto se reduce rápidamente
debido a que la presión demográfica de la llegada a la edad de jubilación de
las generaciones del baby boom es sustituida por el efecto contrario: la
llegada de las generaciones de la más baja tasa de natalidad de la historia).
Es decir, tendremos que destinar a las pensiones públicas lo mismo que hoy
gastan sin demasiadas complicaciones países como Austria, Francia o Italia.
LA RENTA PER CÁPITA COMO VARIABLE ESTRATÉGICA
Por otra
parte, la esperanza de vida, la pirámide de población y la proporción entre
activos y pasivos no son las únicas variables que habría que tener en cuenta si
se quiere comprobar la viabilidad o inviabilidad del sistema público de
pensiones, sino también la evolución de la renta per cápita. Si la renta per
cápita crece, no hay motivo, sea cual sea la pirámide de población, para
afirmar que un grupo de ciudadanos (los pensionistas) no puedan seguir
percibiendo la misma renta. Si la renta per cápita aumenta, las cuantías de las
pensiones no solo deberían no reducirse sino que tendrían que incrementarse por
encima del coste de la vida.
El problema
de las pensiones hay que contemplarlo en términos de distribución y no de
escasez de recursos. En los últimos treinta años la renta per cápita en términos
constantes casi se ha duplicado y es de esperar que en el futuro continúe una
evolución similar. Si es así, resulta absurdo afirmar que no hay recursos para
pagar las prestaciones de jubilación, todo depende de que haya voluntad por
parte de la sociedad -y, especialmente, de los políticos- de realizar una
verdadera política redistributiva.
MÁS BIENES PÚBLICOS
Las
transformaciones en las estructuras sociales y económicas comportan también que
las necesidades que deben ser satisfechas cambien y, por tanto, haya una
variación de los bienes y servicios que hay que producir. Es muy posible que la
decisión que adopte el mercado referente a estos no sea la adecuada -en contra
de lo que piensa el liberalismo económico- a las necesidades reales, ni en su
composición cualitativa ni cuantitativa. La vida urbana y el trabajo en el
sector industrial y en el de servicios presentan nuevas contingencias o, al
menos, contingencias mucho más acusadas que en el mundo rural. La incorporación
de la mujer al mercado laboral y el aumento en la esperanza de vida crean
nuevas necesidades y exigen por tanto la necesidad de que las sociedades se
doten de nuevos servicios.
John Kenneth
Galbraith anunció ya hace bastantes años que todos estos cambios exigían una
redistribución de los bienes y servicios que deben ser producidos y en
consecuencia, consumidos, a favor de los llamados bienes públicos y en contra
de los privados. Habrá quien diga que estos bienes y servicios, incluidas las
pensiones, los podría suministrar el mercado. Pero llevar a la práctica tal
aseveración significaría en realidad privar a la mayoría de la población de
ellos. Muy pocos ciudadanos en España podrían permitirse el lujo de costearse
todos estos servicios, incluyendo la sanidad, con sus propios recursos. ¿Cuántos
ciudadanos tienen la capacidad de ahorrar una cuantía suficiente para
garantizarse una pensión de jubilación digna? La única dificultad es
ideológica. Bajo el poder absoluto del neoliberalismo económico, una sola
tendencia pretende imponer su ley: más iniciativa privada y menos sector
público.
El
envejecimiento de la población de ninguna manera provoca la insostenibilidad
del sistema público de pensiones, pero sí obliga a dedicar un mayor porcentaje
del PIB no sólo a financiar las pensiones, sino también a pagar el gasto
sanitario y los servicios de atención a los ancianos y los dependientes.
Detracción por una parte perfectamente factible y, por otra, inevitable si no
queremos condenar a la marginalidad y a la miseria a buena parte de la
población, precisamente a los ancianos, una especie de eutanasia colectiva.
EL SISTEMA ESPAÑOL NO ES GENEROSO
El tema de las pensiones lleva ya muchos años acumulando tras de sí todo
tipo de falacias y sofismas. Una de las más importantes quizá sea la afirmación
de la OCDE y de otros organismos internacionales acerca de que las pensiones en
España son muy generosas. Cosa curiosa, porque para generosidad la que estos
organismos tienen con sus funcionarios. Trabajar unos pocos años en cualquiera
de ellos garantiza una generosa pensión que ya quisieran para sí los
trabajadores con mejor cualificación de nuestro país.
Esa versión
alejada de la realidad de las pensiones españolas proviene de unos
planteamientos que no se corresponden con los datos, Además, las comparaciones
internacionales resultan muy complicadas en estos casos. Parten de la siguiente
pregunta: ¿qué pensión le correspondería en relación con su último salario a un
trabajador que hubiese cotizado el número mínimo de años para percibir la
pensión máxima (en España, más de 35) y se jubilase a la edad legal (en nuestro
país, 65 años, por ahora)? Este porcentaje, que se sitúa en España por encima
del 90%, es superior al de muchos países de la Unión Europea, pero
paradójicamente no a los de Portugal y Grecia. Por tanto, según este indicador,
los países con menos ingresos de la Unión son los más generosos con sus
jubilados.
En realidad,
se trata de todo lo contrario, porque el indicador anterior es un porcentaje
teórico que pasa por alto muchos factores: la dinámica del mercado de trabajo,
la penalización de la jubilación anticipada, topes máximos, salario mínimo,
bases sobre las que cotizan determinados regímenes, pensiones mínimas, sistema
fiscal, etc. La tasa real en nuestro país está muy alejada de ese porcentaje.
En vez del 90%, la cifra que se obtiene computando todos los factores, no
alcanza siquiera el 60% del salario medio. En 2011, la media de las nuevas
pensiones de jubilación ascendió a 1.200 euros mensuales, mientras que el
salario medio bruto para el cuarto trimestre de ese año fue de 2.020 euros. El
20% de las pensiones contributivas y la totalidad de las no contributivas están
por debajo del umbral de pobreza. En 2011, la cuantía de la pensión media de
jubilación ascendió a 915 euros, y el 72% de los jubilados cobran en la
actualidad menos de 1.100 euros mensuales (el 49% no sobrepasa los 700 euros).
SE PRETENDE FAVORECER LOS FONDOS PRIVADOS DE PENSIONES
Existen
sospechas bien fundadas de que las múltiples campañas realizadas para sembrar
dudas acerca de la viabilidad de las pensiones públicas tienen también como
finalidad potenciar los fondos privados de pensiones. De ahí que en todas las
reformas se plantee la necesidad de completar las pensiones públicas con
pensiones privadas. Lo primero a considerar es lo incorrecto y cómo induce a
engaño la denominación “pensiones” aplicadas a los fondos, al menos tal como se
instrumentan en España, donde las aportaciones las realizan solo los
particulares y no las empresas. De hecho, la única alternativa que se propone a
las pensiones públicas es que cada persona de forma individual ahorre para la
vejez. Pero para ese viaje no hacían falta tales alforjas. Si es así, lo que
resulta aún más indignante es que pretendan decirnos en qué inversiones tiene
que materializarse nuestro ahorro. ¿Por qué en fondos y no directamente en
bolsa o en vivienda o en obras de arte o en cualquier otro activo? Los fondos
de pensiones no son más que una forma de ahorrar y no precisamente de las más
ventajosas para el inversor. Habrá que cuestionarse el motivo de incentivar un
sistema de ahorro (los fondos de pensiones) en detrimento de otros.
Supeditar la
solución de la contingencia de vejez a la cantidad de ahorro que cada individuo
haya podido acumular a lo largo de su vida activa es condenar a la pobreza en
su ancianidad a la gran mayoría de la población. Es bien sabido que el 60% de
los ciudadanos carecen de capacidad de ahorro (no llegan a final de mes) y otro
30%, si ahorra, lo hace en una cuantía a todas luces insuficiente para garantizar
el mínimo vital en la jubilación.
Los mal
llamados fondos de pensiones solo benefician a las entidades financieras
depositarias de las inversiones y que controlan a las gestoras. De hecho,
dejarían de existir tan pronto como desapareciese la desgravación fiscal, tal
como se encargaron de difundir sus propios defensores cuando se expandió el
rumor de que iban a perder los beneficios fiscales. ¿Pero cuál es entonces la
razón de ser de un producto financiero que sin desgravación fiscal nadie -ni ricos
ni pobres- estaría dispuesto a demandar? Para el participante carecen de todo
aliciente: ausencia de liquidez, carencia de control de la inversión, pago de
importantes comisiones, etc. Pero, precisamente lo que son rémoras para el
cliente, se convierten en ventajas para las entidades financieras: fondos
cautivos que manejan a su antojo a través de las gestoras y que les dotan de
enorme poder económico, a la vez que les permiten apropiarse mediante distintas
comisiones de la casi totalidad de la rentabilidad que tales recursos puedan
generar.
CAPITALIZACIÓN O REPARTO
Los
propagandistas de los fondos de pensiones cantan las excelencias del sistema de
capitalización sobre el de reparto, identificando el primero con el privado y
el segundo con el público. En realidad, cuando se trata de un sistema público
la distinción entre capitalización y reparto es más teórica que real. Si por
una parte puede suponerse que las pensiones de los pasivos se financian con las
cotizaciones de los activos -estaríamos entonces en un sistema de reparto-
también puede suponerse, y esto sería más exacto, que en función de la unidad
de caja del Estado todos los ingresos, incluidos impuestos y cotizaciones
sociales, financian todos los gastos, también los de Seguridad Social.
Si esto es
así, el sistema actual, al que llamamos de reparto, se convertiría en un
sistema de capitalización. Podemos suponer que los recursos aportados hoy por
las cotizaciones serían un préstamo que los trabajadores actualmente activos
realizan al Estado y que este dedicará a financiar la inversión social y
pública, desde la educación a la sanidad, pasando por carreteras,
comunicaciones, tecnología, empresas públicas, etc. Dicho préstamo al Estado se
devolverá junto con los intereses a los cotizantes de hoy en forma de
pensiones. Del mismo modo, las prestaciones sociales que actualmente se pagan
son el retorno a los jubilados de lo que cotizaron (préstamo al Estado) en el
pasado. Que la distinción es más teórica que real se percibe con claridad en el
hecho de que muchos fondos privados de pensiones terminan invirtiéndose en
deuda pública, es decir, prestando al Estado. Lo que está en juego, por tanto,
es la intermediación de las entidades financieras.
La
argumentación anterior hace que carezca de sentido el reproche al sistema
público de pensiones de que genera una situación intergeneracional injusta, ya
que obliga a las generaciones futuras a mantener a un mayor número de
pensionistas. Las cotizaciones y los impuestos de esos jubilados han hecho
posible mediante la educación, las infraestructuras, la investigación, etc.,
que la productividad en una serie de años se haya multiplicado y que el trabajo
de los activos de ahora y del futuro produzca mucho más y que la renta per
cápita sea también mayor.
No obstante,
todo lo hasta aquí afirmado responde a la óptica macroeconómica, analizando los
efectos globales o a partir del análisis de la prestación promedio. Mas el
punto de vista cambia cuando se trata de la conveniencia de un determinado
particular, entonces sí puede haber una distinción radical y fundamental entre
el sistema público y el privado. En el segundo, no se da ninguna redistribución
de rentas. Existe una correspondencia unívoca entre cada prestación y la
correspondiente cotización individual. Las diferencias que se pueden generar en
el sistema privado son muy superiores a las de un sistema público, hasta el
extremo de que para muchos colectivos los planes de pensiones son prácticamente
inaplicables, teniendo que hacerse cargo el sector público en último término de
las prestaciones.
CAMBIO EN LA DISTRIBUCIÓN DE LA RENTA
El pacto de
Toledo tuvo al menos un efecto positivo que es el que ahora se intenta
desterrar: el compromiso de las distintas fuerzas políticas acerca de que las
pensiones se actualizarían anualmente de acuerdo con el incremento del
índice de precios al consumo. La medida parecía justa y lógica. Justa porque
así lo proclama nuestra Constitución y lógica porque con la inflación también
se incrementan y a veces más que proporcionalmente los ingresos del Estado. Hay
una afirmación que debería ser de común aceptación: mientras que la renta por
habitante de una población se mantenga constante o crezca, ningún miembro de
ella, bien sea pensionista, funcionario, escritor o bombero, tiene por qué ver
empeorada su situación en cuanto a ingresos. La no actualización de las
pensiones conduce a que los jubilados vean que su pensión se reduce año a año.
El planteamiento de los expertos del Gobierno consiste en utilizar la
inflación, aprovechando la ilusión monetaria, para reducir progresivamente las
pensiones, de manera que se cierre el desfase existente por otras causas entre
las cotizaciones y las prestaciones.
Si en un
periodo determinado de tiempo las pensiones suben por término medio menos que
lo que lo ha hecho la renta per cápita es porque otras rentas, bien sean las
salariales, las de capital o las empresariales, lo hacen en un porcentaje
mayor, es decir, se modifica la redistribución de la renta en contra de los
pensionistas; ni que decir tiene que este efecto es mucho mayor cuando se
pretende que ni siquiera mantengan el poder adquisitivo. Los expertos del
Gobierno hablan de un factor de equidad intergeneracional, pero lo cierto es
que todas las recomendaciones que ofrecen en su informe tienden a romper tal
equidad, condenando a los pensionistas a un empobrecimiento progresivo en favor
de otras rentas y es bastante lógico suponer que estas serán las de capital.
No es la
pirámide de población, ni el incremento de la esperanza de vida lo que amenaza
la sostenibilidad de las pensiones, sino la insuficiencia de nuestro sistema
fiscal, presa del fraude y de las continuas reformas regresivas acometidas por
los distintos gobiernos. El riesgo viene de una ideología liberal que contempla
con satisfacción que la presión fiscal de España sea la más baja de la Europa
de los quince (32,4%), inferior incluso a Grecia (34,9) y a Portugal (36,1),
trece puntos de diferencia con Francia, y de diez y de ocho con Italia y
Alemania, respectivamente (Eurostat), y de unos políticos que prefieren
recortar las pensiones a los jubilados antes que acometer en serio la reforma
fiscal. Esta sí que tendría que ser la primera y principal reforma que habría
de llevarse a cabo.
ASEGURAR LAS PENSIONES PÚBLICAS ES TAREA DE TODO EL SISTEMA FISCAL
Asegurar
pensiones públicas que permitan mantener un nivel de vida digno es una cuestión
de la máxima importancia social y política. Los principios que deben regir la
gestión de este derecho de la ciudadanía se encuentran en los textos
fundamentales de nuestro ordenamiento jurídico. Ya hemos mencionado el artículo
50 de la Constitución, que garantiza a todos los ciudadanos de la tercera edad
pensiones adecuadas y actualizadas periódicamente. En consecuencia, y como ya
se ha argumentado anteriormente, en épocas de déficit de la Seguridad Social
ese derecho debe ser sufragado a cargo de los Presupuestos Generales del
Estado. Ese esfuerzo no debería ser ningún problema, si se aplicara el
principio de progresividad, establecido en el artículo 31 de la Constitución, y
si las principales empresas del país y las grandes fortunas pagaran las
cantidades que en justicia les corresponden y en estos momentos eluden. No se
trata de confiscar el dinero de nadie: una contribución similar a la de sus
equivalentes en otros países europeos -Estados social y democráticamente más
avanzados- sería suficiente.
Para todos
los que luchamos por la democracia y la justicia social, el máximo referente
normativo no puede ser otro que la Declaración Universal de Derechos Humanos.
Su memorable artículo 25 hace una mención expresa a la tercera edad, en
relación al derecho a un nivel de vida adecuado y al bienestar, derecho que
todo ser humano posee. Es más, el artículo 22 establece que “toda persona, como
miembro de la sociedad, tiene derecho a la seguridad social”.
DERECHO CONSTITUCIONAL
En tanto en
cuanto recibir una pensión digna es un derecho constitucional y un derecho
garantizado por la Declaración Universal de Derechos Humanos, los abajo
firmantes, economistas, profesionales y académicos de distintas procedencias y
sensibilidades, no podemos dejar de denunciar enérgicamente la nueva reforma de
las pensiones públicas que prepara el Gobierno, que supone un nuevo engaño a
los ciudadanos para favorecer a entidades bancarias y aseguradoras:
- Denunciamos
que esa reforma se hace en el peor momento, con argumentos falsos y sin
participación de la sociedad, y solo dirigida a rebajar una vez más las
pensiones.
Disminuir
aún más el nivel de vida en medio de una crisis como esta y hacer ver a una
parte tan numerosa de la población que seguirá bajando en el futuro es todo lo
contrario de lo que conviene hacer para recuperar la confianza y el consumo
imprescindible para salir de una recesión. Y además, justificar la reforma con
argumentos falsos, solo para satisfacer a los grandes grupos financieros de
presión es una verdadera traición a los intereses de la mayoría de la
población.
- Denunciamos
ante la opinión pública que es falso que una mayor esperanza de vida sea lo que
ponga en peligro el futuro de las pensiones.
Es verdad
que en los años próximos habrá más personas jubiladas y, en proporción, menos
empleadas, pero no es cierto que de ahí se pueda deducir que inevitablemente se
producirá un desequilibrio financiero de la Seguridad Social que impedirá pagar
las pensiones, salvo que se reduzca su cuantía desde ahora, como se propone.
El
equilibrio financiero depende no solo del número de pensionistas y empleados y
de la magnitud de las pensiones, sino de otros factores de los que no se habla
cuando se propone rebajar las pensiones:
- Del empleo, pues cuanto mayor sea el número de empleados más ingresos recibirá la seguridad social.
- De la productividad, pues a medida que aumenta (como viene sucediendo en los últimos años), se puede obtener más producto e ingresos para financiar las pensiones incluso con menos empleados.
- Del nivel de los salarios y, por tanto, de la participación de los salarios en los ingresos totales, pues cuanto mayor sea ésta más masa salarial habrá para financiar las pensiones.
- De la extensión de la economía sumergida, pues cuanto más pequeña sea más cotizantes habrá y, en consecuencia, también más ingresos para la Seguridad Social.
Por lo
tanto, no es cierto que lo que pone en peligro el futuro de las pensiones sea
que, afortunadamente, aumente la esperanza de vida sino el aumento del paro, la
especialización de nuestra economía en actividades de bajo valor y poco
productivas y la desigualdad que hace que los salarios tengan cada vez menos
peso en el conjunto de las rentas. Es decir, lo que viene ocurriendo como
consecuencia de las políticas neoliberales que han aplicado los gobiernos en
los últimos años siguiendo las directrices de la Unión Europea y, en
particular, como consecuencia de la respuesta que se está dando a la crisis
cuyo único propósito es el de favorecer a los bancos y a las grandes empresas y
que está produciendo, precisamente, todo estos fenómenos: aumento del paro y de
la desigualdad
Si se logra
aumentar el empleo, si conseguimos que la productividad aumente en los próximos
años simplemente lo mismo que aumentó en los últimos decenios y si frenamos el
proceso creciente de desigualdad en el reparto de la renta, España podrá hacer
frente sin dificultades al mayor gasto en pensiones que lógicamente se
producirá en los próximos años.
- Denunciamos
que se está difundiendo de manera deliberada un mensaje engañoso y
catastrofista sobre el futuro de las pensiones.
El engaño
que llevan consigo las predicciones catastrofistas con las que se justifican
los recortes es patente si se tiene en cuenta que el último informe de la Unión
Europea sobre envejecimiento prevé que España llegue a un máximo de gasto en
pensiones de algo más del 14% en 2050. Se dice que es un porcentaje excesivo
pero se oculta que otros países ya lo han alcanzado en la actualidad. Asumir
que Francia o Italia puede dedicar hoy día el 15 o 16% de su PIB a pensiones y
que España no podrá dedicar más o menos esa misma proporción en 2050 o es de un
irrealismo sospechoso o es aceptar sin más que el paro alcance niveles
impensables y que los salarios españoles van a ser mucho peor que
tercermundistas en los próximos años. Pero, en ese caso, resulta también
completamente cínico y falso culpar de la crisis futura que puedan tener las
pensiones al aumento de la esperanza de vida.
- Denunciamos
que quienes ahora dicen saber lo que ocurrirá con las pensiones dentro de
treinta años no han acertado nunca en las predicciones hechas anteriormente.
Ninguno de
ellos acertó en ninguno de sus estudios en los que asustaban alegando que
habría déficit del sistema de pensiones en 1995, 2000, 2005 o 2010. A pesar de
lo cual, eran de nuevo contratados por los bancos y aseguradoras para que los
repitieran para otros años, volviendo siempre a equivocarse y ahora vuelven a
presentarse como si ellos fueran los que saben lo que hay que hacer para hacer
frente a los problemas del futuro.
- Denunciamos
también que la propuesta de aumentar la edad de jubilación para todos los
grupos de trabajadores sin distinción es tremendamente injusta.
Sabemos sin
lugar a dudas que las personas de mayor renta y de cualificación profesional
más elevada tienen mayor esperanza de vida (en España hay una diferencia de
casi 10 años entre lo que vive por término medio la persona de renta más alta y
la de más baja). Por tanto, imponer que todos se jubilen a la misma edad
significa obligar a que las personas de renta más baja financien de modo desigual
las pensiones de las de rentas más altas, y también prolongar injustamente la
vida laboral de quienes desempeñan actividades más molestas, insalubres o
peligrosas. Tratar igual a los desiguales, como pretende el Gobierno con esta
nueva reforma, es una injusticia inaceptable.
- Denunciamos
que el grupo “de sabios” que ha elaborado la propuesta solicitada por el
Gobierno ha tenido una composición claramente sesgada y muy poco
independiente.
La inmensa
mayoría de ellos ha tenido o tiene una evidente vinculación con entidades
financieras o de seguros que es obvio que van a beneficiarse de una eventual
rebaja en las pensiones y de un aumento de la suscripción de planes de ahorro
privados.
- Denunciamos
que a pesar de que el Gobierno dice preocuparse por el equilibrio financiero
del sistema de pensiones no toma nada más que la medida de recortarlas para
alcanzarlo.
Concretamente,
el Gobierno no adopta las decisiones que podrían aumentar los ingresos, no solo
haciendo otras políticas que podrían aumentar el empleo o reducir la
desigualdad, sino otras más inmediatas como impedir que se pacten jubilaciones
forzosas, la prejubilación de iniciativa autónoma sin causa objetiva y los
despidos en edad de posible jubilación anticipada o, por otro lado, revisar la
baja cotización de casi cuatro millones de personas que se encuentran en los
regímenes especiales y los niveles mínimos y topes máximos de cotización que suponen
una fuga inmensa de recursos.
- Denunciamos
que se oculta a los españoles que las cotizaciones sociales no son
necesariamente la única vía de financiación de las pensiones públicas.
Como ya
ocurre en otros países, en casos de crisis o de insuficiencia de las
cotizaciones el sistema se puede financiar con recursos procedentes de los
Presupuestos Generales del Estado y se oculta también que se pueden obtener
muchos más ingresos públicos para ello y para otros fines si se reforma el sistema
fiscal para hacerlo más equitativo y eficaz y si se combate de verdad el fraude
fiscal, en lugar de reducir constantemente los medios dedicados a su
persecución.
- Denunciamos
que lo que pretenden las reformas que se realizan de las pensiones públicas es
promover la gestión privada de los recursos de la Seguridad Social.
Es evidente
que difundir continuamente informes catastrofistas, estudios sesgados y
predicciones terribles sobre el futuro de las pensiones públicas solo puede tener
una consecuencia: que cada vez más gente desconfíe del sistema público y trate
de asegurarse el futuro mediante planes de ahorro privado. Ese es el negocio
que buscan las entidades financieras, pero se oculta a la población que la
mayoría de los trabajadores no podrá ahorrar lo suficiente, que esos fondos son
muy inseguros y peligrosos, y que solo son rentables gracias a las
desgravaciones fiscales que los siempre enemigos de lo público reclaman para
que las pensiones privadas puedan resultarles un negocio suculento.
- Denunciamos
la complicidad de los gobiernos con estos intereses, por no abrir un debate
público, transparente y plural sobre el futuro auténtico de las pensiones
públicas y por doblegarse ante quienes vienen imponiendo las políticas que
crean el paro, la concentración de la riqueza y el empobrecimiento productivo
que las pone realmente en peligro.
Por todo
ello, y a partir de nuestros conocimientos y experiencia como economistas y
juristas, pedimos a la opinión pública que no se deje engañar por argumentos
interesados que solo buscan obtener aún más ganancias, en este caso gestionando
los fondos que ahora maneja la Seguridad Social.
Somos
plenamente conscientes de que nuestras pensiones públicas corren un grave
peligro pero, como hemos dicho, no por las razones que se aducen sino
justamente por las que se callan y que los mismos gobiernos han provocado.
Sabemos que el más lento envejecimiento aumentará nuestro gasto y que eso
requiere disponer de más recursos, pero la solución “sabia” no puede ser
reducir la cuantía de las pensiones, sino determinar cuántos nuevos recursos se
van a necesitar y poner entonces sobre la mesa la forma en que hemos de
generarlos. Tiene que ser así porque también sabemos con certeza que no todas
las personas pueden financiarse ahorro privado para cuando lleguen a la vejez y
que sin pensiones públicas casi siete de cada diez pensionistas estarían ahora
o estarán en el futuro en situación de pobreza severa.
Llamamos,
pues, a la denuncia de las propuestas que prepara el Gobierno, a manifestar el
rechazo frontal a todas ellas y a reclamar con toda firmeza otra política
económica frente a la crisis que no siga destruyendo empleo y generando cada
día más deuda y empobrecimiento.
Documento elaborado por: Francisco Álvarez Molina,
Lourdes Benería, Francisco Javier Braña Pino, Cristina Carrasco, Agusti Colom,
Fernando Esteve Mora, Miren Etxezarreta, Ramón Franquesa, Alberto Garzón,
Antonio González González, Adoración Guamán, Héctor Illueca, Juan López Gandía,
Juan Francisco Martín Seco, José Luis Monereo, Pedro Montes, Rafael Muñoz
de Bustillo, Vicenç Navarro, Juan Torres, Carlos Ochando, Albert Recio,Julio
Rodríguez y Amat Sánchez.
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